viernes, 14 de mayo de 2010


La vera historia de
La Mesa de los Jueves
por Víctor O. García Costa

La historia de las peñas literarias, artísticas y periodísticas, reconocidas o no como tales, con nombre o sin él, efímeras o perdurables, podrían llenar las páginas de varios libros. En algún caso ya las han llenado. Quién no ha oído hablar de la Peña de Los Inmortales a la que concurrían, entre otros, Florencio Sánchez, Evaristo Carriego, Alfredo L. Palacios, o la Peña de pie, remedo culto de la «barra de la esquina», que con el citado Alfredo L. Palacios y Manuel Gálvez, entre otros, se reunía durante horas para charlar en la esquina de Florida y, por entonces, Cangallo y, de paso, mirar a las damas que por allí pasaban en coche y a pie, con sus enormes capelinas.
Sin embargo, vaya uno a saber por qué, no todas las peñas, algunas muy curiosas, han merecido quedar registradas en páginas histórico-literarias, para la posteridad. Entre esas peñas curiosas recordamos aquella en que el editor y librero Jacobo Samet se reunía con algunos amigos para charlar de diversos temas. Se denominaba La cofradía del Divino Botón y cada miembro llevaba un botón común en la solapa. El lema era algo así como: Omni humanum laborem est ad divinum botonem.
Reunidas en una casa, en un café o en cualquier otro lugar, cada una de ellas ha tenido y tiene su especial característica, algo que las hace diferentes de todas las demás. Así ocurre con La Mesa de los Jueves, alrededor de la que un grupo de periodistas se reúne a comer ese día en el restaurante «Plaza Asturias», situado en la esquina noreste de la Avenida de Mayo y Salta, conocida allí como La Mesa de los Periodistas y denominada por éstos, seguramente para no autoincrimarse con tan peligrosa actividad, La Mesa de los Jueves.
El dueño de «Plaza Asturias» era José Castro, «don Castro», un asturiano, padre de dos bellas hijas y colaboradoras, que gustaba fumar mal, comer bien y beber mejor, lo que hacía diariamente en una mesa de forma redonda, rodeado de sus amigos. Este mal fumar, más que el buen comer y el buen beber, le costó la vida luego de ir varias veces al Hospital de sus connacionales, del que volvía recauchutado para reiniciar la oculta fumata y prepararse para la opípara venganza que, normal e inocentemente, comenzaba con agua mineral o alguna gaseosa, vocación acuosa que no duraba mucho tiempo.
Don Castro era especialmente generoso con La Mesa de los Jueves y solía enviar unas botellas a su cargo que, por supuesto, eran recibidas de muy buen grado y cuyo contenido, cuidadosamente administrado «bajo protesto» por Ariel Delgado, se agotaba rápidamente en las copas de los comensales. Esta «sana» costumbre ha sido ratificada, afortunadamente, por los hermanos María, Celestina y José Castro, continuadores del negocio tras la muy lamentada muerte de su padre.
Cuando llegué a La Mesa, de la mano de Oscar Serrat, ésta ya tenía algunos años de existencia y no sólo registraba en su periplo distintas residencias, sino que había sido otro el día de reunión. Hubo que recurrir a Clío y a Cronos para encontrar sus raíces históricas, que se profundizan hasta principios de los años ’60, en una suerte de verdad histórica siempre susceptible de ser corregida y perfeccionada.
La Mesa de los Martes, tal su nombre de origen, se reunió inicialmente en un comedero de la calle Esmeralda, entre Lavalle y Tucumán, al que Pablo Giussani bautizó «La Asquerosería». Allí iban, entre otros, además de Giussani, Isidoro Gilbert, Rogelio García Lupo y Julia ’’Chiquita’’ Constenla.
Mas tarde, el grupo, más numeroso, se trasladó al «Zur-Post», restaurante del Hotel del Correo, en 25 de Mayo entre Corrientes y Sarmiento, al que asistían, entre otros, los periodistas Oscar Serrat, Jorge «Gamuza» Lozano, Rogelio García Lupo, Julia «Chiquita» Constenla, Pablo Giussani, Ignacio García, Ted Córdoba-Claure, Isidoro Gilbert y Ramón Garriga.
Cerrado el «Zur-Post», la reunión pasó al restaurante «Corrientes 11», en Corrientes entre Leandro N. Alem y Bouchard, próximo al Luna Park, luego al restaurante «El Cazador», en Reconquista entre Corrientes y Lavalle y más tarde a un café de la calle Talcahuano entre Corrientes y Lavalle, al lado de la Editorial Jorge Alvarez.
Después de un tiempo, alguien pidió al dueño del ex «Rincón Andaluz», de la calle Lima entre Independencia y Chile, que habilitara allí algún lugar para reunirse a comer. No duró mucho y los comensales se trasladaron al Sindicato de Cocheros, en México entre Salta y Santiago del Estero, hasta que se produjo el desplazamiento del grupo hacia el «Club del Progreso», en Sarmiento 1367, a instancias e invitación de Oscar García Rey, alrededor de cuya mesa se reunían más de 20 comensales, entre ellos: Oscar Serrat, Horacio Finoli, Marcos Taire, Rogelio García Lupo, Isidoro Gilbert, el citado Oscar García Rey, Ricardo Rojo, Rodolfo Nadra, Mario Monteverde, Emilio J. Corbière, Alberto Rudni, Norberto Vilar, Vicente López, Santiago Senén González, Sergio Villarroel, Rubén Cácamo, Alberto Alvarez Pereyra, Ricardo Kirchbaum, Adolfo Coronato, Andrew Graham-Yooll, Antonio Rodríguez Villar, Julio Diez, Jorge Rocha Demaría y Raúl Monastersky, para luego recalar por un tiempo en el restaurante «Yapeyú», de Maipú entre Sarmiento y Corrientes, cuyo adicionista, a quien llamaban «el ronco», era Raúl Lastiri. El mismo que en 1973, tras la renuncia de Héctor J. Cámpora, iba a ser presidente de la República, precediendo a la tercera presidencia de Juan Domingo Perón.
Después de volver al «Club del Progreso», al que retornaría otras veces, el grupo se trasladó al restaurante «Plaza Mayor», de Venezuela y San José y luego al restaurante «Campo di Fiore» donde se produjo el desdoblamiento del grupo, aunque debe reconocerse que entre algunos integrantes de las mesas «de los Martes» y «de los Jueves» siguió existiendo un sistema de vasos comunicantes.
La Mesa de los Jueves, primero, hacia 1993, se reunió en el restaurante «El Ruedo», también de Don José Castro, en Sarmiento entre Rodríguez Peña y la Avenida Callao, luego en el restaurante «Plaza España», asimismo de Don José Castro, en la esquina noreste de Avenida de Mayo y Santiago del Estero, para anclar en el restaurante «Plaza Asturias» del citado Don José Castro, en una relación con él y con sus hijos que ya lleva 15 años
La Mesa de los Jueves tiene sus infaltables y sus esporádicos. Para algunos, entre los que me incluyo, La Mesa de los Jueves es un compromiso sagrado. Por otra parte, sus efectos terapéuticos suelen ser más baratos que una consulta psicoanalítica. Para otros, sin dejar de serlo, puede haber alguna justificación laboral para la ausencia esporádica. Entre los esporádicos madrugadores estaba Carlos Chiavarino, ya fallecido, y entre los remolones, luego transformado en madrugador, Juan José García, conocido como «Primo». Si bien este último, que es asturiano, no ha sido propiamente un periodista, ha realizado muchas tareas para publicaciones republicanas españolas en Argentina durante la guerra civil que asoló España desde 1936 hasta 1939 y después de ella. También tiene sus personajes, como Néstor Bordalejo que, fiel a su pensamiento libertario, afirma a quien quiera oirlo: «Arriba de mí, sólo el sombrero»
No es una Mesa misógina porque la presencia femenina, lamentablemente minoritaria, queda registrada con las infaltables Graciela Petcoff, hasta su ida al interior, María Esther Alvarez y Rosa Lipshitz y las esporádicas Stella Calloni Leguizamón y Julia «Chiquita» Costenla. También hay algunos «aviadores» que aterrizan de vez en cuando, como Emilio Leonardo Perina, José María Marcos, Manuel García Ferré y Aníbal Sicardi, periodista y pastor, que ha pasado de esporádico a aviador, como consecuencia de su destino montevideano, primero, y bahianoblanquense, después, y cuyas «bendiciones» se extrañan atento a la «religiosidad» de La Mesa.
La Mesa no tiene dueño o anfitrión. Es, simplemente, La Mesa y está abierta a nuevas llegadas, pero como priman el espíritu de cordialidad y el recuerdo de los obligados cambios de bujío, es normal que cuando alguno quiere invitar a alguien pregunte si hay inconvenientes para que asista, lo que normalmente se resuelve favorablemente sin dificultad.
El primero en llegar y ocupar una esquina de la Mesa era, hasta hace poco, Ariel Delgado, a quien otro asistente esporádico, Gustavo Soler, al dedicarle su libro de poemas American Stress descorporizó en hermosa página transformándolo en La Voz. Luego, y hasta su voluntaria desvinculación, llegaban Marcos Taire y Horacio Finoli, conocedor de vidas y milagros que, respondiendo sin duda a su apellido, venía de traje, con camisas y corbatas de antología.Con intermitencias, también, Norberto Vilar.
Lo normal es que cada uno que llega reparta entre los demás un libro suyo, cuando no un artículo publicado en algún órgano de prensa, un periódico o una revista, o algún material de interés levantado de algún diario local o extranjero. Esto hace que nos vayamos del Restaurante no sólo con el estómago lleno, sino también atiborrados... de papeles.
Política e ideológicamente, en La Mesa hay de cada pueblo un paisano y ninguno se enoja por las chanzas en relación con sus simpatías y posiciones políticas o ideológicas, pero La Mesa tiene un carácter unívoco cuando se trata de defender el derecho a manifestar las ideas y los derechos humanos, esto es el conjunto de derechos personales que integran la libertad. En ese punto no hay diferencias y todos tienen un largo camino recorrido, muchas veces penosamente, al servicio de la noble causa. Asimismo, todos tienen claro el choque inevitable entre la independencia de su ejercicio profesional -que se defiende a ultranza- y la relación laboral.
Para los asistentes a La Mesa de los Jueves, bien servida y bien regada, al menos una subida al toilette es necesaria, lo que cada uno, de acuerdo con su antigüedad periodística, anuncia al resto diciendo «voy a la Sala de teletipos» o «voy a la Sala de cables» o «voy a la Sala de computadoras». Las damas también van… pero no dicen nada.
Algunos de los comensales tienen muy antigua relación, tanto que vienen de épocas en que ni soñaban dedicarse al periodismo. Así, el recordado Mario Monteverde y Gustavo Soler se conocían desde su concurrencia al Colegio Nacional Buenos Aires. Por su parte, el que esto escribe ha sido compañero en la escuela primaria de Santiago Senén González, a quien llama compañerito, y amigo de la infancia, en el Barrio de Montserrat, de Gustavo Soler desde poco después de la llegada a Argentina de la familia de éste, tras el fin de la guerra civil española.
En La Mesa, cada uno hace su aporte, de acuerdo con sus inquietudes y conocimientos, pero hasta el tema más serio está rodeado de la cuota de gracia, de la broma oportuna, ora en el relato, ora en la interrupción.
Aunque algunos se marchaban al finalizar el almuerzo, como Ariel Delgado, que se iba a descansar, u Oscar Serrat, que se va a a trabajar, la sobremesa suele ser larga, alimentada generosamente, ahora por las hijas de Don Castro, con cafés, algunos licores o unas copas de champagne. Los más sobremeseros, incrementados por los «cafeteros» que llegan al final y comparten el café, son ahora, Santiago Senén González, Juan Carlos Nicolau, Fernando Finvarb, Arnaldo Goenaga, Juan Bazán, Juan Montenero, Juan José García, Helio Milton Callico Peña, Andrew Graham-Yooll y el que esto escribe, aunque el desgrane continúa hasta que todas las mesas -menos la nuestra- están preparadas para recibir a los comensales de la noche.
Cada uno tiene su frase de llegada: «Amigos del automovilismo...», decía Mario Monteverde. «Los hombres no se besan...» dice Santiago Senén González antes de dar un beso a los comensales que no se resisten a ese saludo que, por supuesto, no se hace «a la rusa», «Primero voy a saludar al Maestro...» decía el que esto escribe dirigiéndose al encuentro con Ariel Delgado. También había y hay frases de salida: «Les dejo mi cariño...que no es poco», decía Horacio Finoli o «Ahora me voy a la milonga», con que suele regocijarse Juan Montenero, y hacia donde se va en serio.
Plaza Asturias es un restaurante muy concurrido y, por lo tanto, algo ruidoso. Como no todos los participantes de la Mesa hablan con estridencia, por momentos se hace difícil mantener una conversación. El que más se queja es Gustavo Soler que gusta hacer incursiones por la mitología y la historia literaria, la mayoría de las veces tapadas por un molto vivace infernal, propio de un espectáculo del Dante. Cuando el restaurante va quedando vacío, la conversación se profundiza en la sobremesa, en la que generalmente alguno de los comensales expone sobre un tema. Algunas veces se escucha al expositor y en otras se debate.
La Mesa no es la de la última cena, ni la redonda de los caballeros, pero merece, a nuestro juicio, sino quedar registrada en una tela o en una narración literaria, al menos quedar anotada en estas páginas, actualización de la ya publicada en la revista que la Mesa edita y que se llama «La Mesa de los Jueves».
Entre todos sumamos como un millón de años… de actividad periodística, porque continuamos siendo jóvenes. La Mesa no es una cofradía pero cada uno de sus integrantes atesora una suerte de constancia participativa: una minúscula mesa de maquetería, hecha en cedro y que en su panoplia, sobre una chapita de bronce, lleva grabados La Mesa de los Jueves y el nombre del participante. Tambien, la Mesa otorga a sus invitados especiales un hermoso porta tarjetas, en metal blanco, con similar grabado.
La Mesa recuerda afectuosamente y con cierta nostalgia a los que se han ido: Mario Monteverde, Emilio J. Corbière, Ariel Delgado y Carlos Chiavarino pero tiene la convicción de que ellos han formado entre nubes placenteras otra Mesa de Los Jueves y que han encontrado en don José Castro, que también se ha ido, una Plaza Asturias celestial.